En Negriburgo, hay un tesoro escondido, un país mágico de maravillas. A menudo, los estudiantes de Negriburgo no conocen este lugar que parece como si fuera el jardín del Edén. Oculto detrás de los bosques en la calle Washington, a la vuelta de la esquina del invernadero de la universidad, un pequeño camino encubierto, marrón pero también un poco rojo de ladrillo, de vida próspera de arces japoneses, rosas y coníferas enanas de hoja perenne y de agua que fluye con vistas de puentes y cascadas.
Cuando yo estaba en mi primer año de la universidad en Virginia Tech, una de las tareas para mi clase de inglés fue escribir un artículo de los pensamientos que surgen en uno cuando se camina a través de este jardín. Yo era una estudiante nueva en la emoción, las vistas y las culturas diversas de las personas de la universidad, que es un lugar donde se juntan los estudiantes de todos lados del país y del mundo. Por eso, este jardín me daba una tranquilidad única para reflexionar sobre los cambios desconocidos de mi vida. La primera vez cuando caminé yo por este lugar mágico, muy temprano en la mañana cuando los rayos radiantes de la luz del sol brillan sobre el rocío reluciente de las plantas del pabellón, me tropecé con una corriente de serenidad. Fue una ola de alivio, pero ¿el alivio de qué? Tal vez de la transición inquietante entre una adolescente confiada, quien una vez pensó que conocía todo lo que el mundo le puede ofrecer, a una adulta quien, tal vez, debe saber más de lo que realmente sabe. Sin embargo, había algo sobre las canciones, agudas pero suaves y calmantes, de los pájaros combinados con el aroma fragrante de la naturaleza. En la distancia, se podía oír un leve sonido.
“Ploc ploc, pluip pluip,” parecía decir.
Era el burbujeo de un pequeño jardín de agua que cantaba suavemente con los pájaros
como si ambos supieran el mismo ritmo de la melodía. De repente, me topé con un lugar donde, a la derecha, se veía un jardín de corriente que albergaba peces dorados, alegremente nadando a la superficie para saludar a las personas, con las esperanzas de enganchar un poquito de comida. A la izquierda del mismo lado, se veía una hermosa casa, el pabellón de Peggy Lee Hahn. Parecía como una casita de campo, antigua pero acogedora, como si fuera el hogar de una señora amable y sabia, envejeciendo de las alegrías de una vida que posiblemente una vez ejemplificaba el conocimiento de dar y recibir amor, claramente representado por las líneas de dicha que se pintan sobre su cara.
Una ligera brisa soplaba, llevando consigo los secretos que las personas buscan cuando caminan por este jardín de la horticultura. Un secreto voló a mi lado, resoplando a través de mis oídos una revelación que había buscado yo por mucho tiempo desde el ingreso a la universidad. Esta revelación fue que la vida para vivir es la vida del presente, del ahora. La naturaleza de la comunidad de Negriburgo forma una sociedad en la cual el poder curativo de las montañas, los árboles, las estrellas y el campo rural unen a los estudiantes y a las personas de Negriburgo en una manera indescriptible, pero compartida y comprendida.